lunes, 3 de diciembre de 2007

La Casa

Tras horas de entumecimiento de piernas y vistas de cómo la Tierra giraba llevándose mar, días de playa, de sol, fiesta y diversión, con las copas de la última madrugada todavía bailándole en el en el estómago, entró a media mañana en La Casa. Se encontró en una estancia en la que todo tenía un olor rancio y anticuado, donde, a pesar del tremendo tumulto de todos los clientes que habían entrado en aquel bar de carretera, se intuía cierto silencio, silencio de años, lustros y décadas. Su mirada recorrió cada rincón del variopinto museo de monstruosidades que se desplegaba ante su presencia y no salía de su asombro. Tal era éste que apenas si encontraba un ligero sentimiento de desprecio, asco y repugnancia que hubieran seguido a las visiones que entonces presenciaba en cualquier otra circunstancia. Recorrió con los ojos estanterías donde alternaban alegremente conservas, botes de menestra, aceite de oliva y hasta jamón ibérico con innumerables insignias. Esta alternancia no solo era libre, es decir sin separación entre unos y otras, sino que estos límites estaban hasta tal punto difuminados que le extrañaba que esos símbolos [aquellos que en cualquier circunstancia, excepto aquella, repudiaba] no estuvieran impresos en cada judía, verdura, o gota de aceite en lugar de contentarse con adornar los continentes. Banderas eran convertidas en exclusivas de aquel ambiente que le resultaba amargo y nauseabundo, el mismo en el que, sin embargo, consumía con enorme gusto un bocadillo del mejor jamón del país, aún sabiéndole igualmente, de alguna manera, a pasado, a haber vuelto verdaderamente a otra época muy distinta de la que en aquel momento acontecía; o acaso ya no existía esa “actualidad”; acaso el tiempo se hallaba capturado en alguna de esas botellas grasientas, las cuales no se atrevería a abrir si fuera necesario. Grandiosas aves coronadas de color oscuro gobernaban una ingente cantidad de souvenires, que apenas se encontraban separados de cualquier otro recuerdo que se hubiera podido encontrar en cualquier otra estantería, de cualquier otro antro de camino pero sin el dichoso bicharraco alado.
Daba la sensación de haberse vuelto dicromático todo el universo. Solo dos colores se distinguían en insignias, pines llaveros, polos e incluso servilletas; y la infancia era allí jovialmente dogmatizada por unos parientes que, más que educarles, venían a domesticarles convirtiendo sus inocentes muñecas en pancartas, banderas o estandartes de una cultura (contracultura quizá) ya muerta años ha.
El único lugar en todo el edificio donde podía escapar de aquel vomitivo olor y ambiente en particular eran curiosamente los servicios, donde se encontraba con otro hedor igual de repugnante pero, quizá por su familiaridad, más soportable. Observó con igual atención la estancia en la que se encontraba que la que había dedicado al resto del local, asombrándose del peculiar contraste que suponía: los azulejos eran igual de mugrientos y cutres que los de cualquier otro restaurante para viajeros, tanto los de paredes como los del suelo, y la madera que componía las puertas de los cubículos se pudría de la misma manera que las puertas de todos los lavabos de todas las gasolineras de mejor o peor muerte desperdigadas por aquella carretera. Ni siquiera se libraban de la erosión provocada por bolígrafos y rotuladores clandestinos en sus caras interiores. La única diferencia era lo que estas inscripciones suponían: declaraciones paupérrimas en valentía, valor, estética y utilidad; voces acalladas por el miedo al regreso de un terrible pasado. Criticaban con timidez lo que ocurría una puerta más allá. Puerta que tarde o temprano deberían cruzar, y en cuyo umbral (puede que pendiese sobre éste la espada damoclesiana) apenas se detendrían a pesar de abandonar el único bastión posible en el lugar para sus ideales. Llegado este punto no pudo reprimir una última náusea y se abalanzó sobre el retrete.

No hay comentarios: