jueves, 16 de diciembre de 2010

Pies de bailarina

Aquel cuadro estaba tan naturalmente impreso en mi pasado desde niño que nunca llegué a plantearme si me gustaba o no. Estaba tan vislumbrado por el rabillo del ojo que jamás lo juzgué. Lo quería porque lo conocía. Nada más.

Cuando se lo enseñé a ella por primera vez, escaleras abajo hacia el sótano de casa, forzó una sonrisa y dijo "No está mal". No me engañó, por supuesto, y su rechazo hizo que me planteara hasta qué punto conocía ese cuadro. Recuerdo que conseguía evocar unos pies de bailarina bastante tenues sobre un perfilado teclado de piano. Quiero decir que me quedaba en el contenido, porque no era capaz de precisar el color, la forma, el tipo de trazo y ni siquiera la clase de pintura con la que habría sido pintado. Es cierto que la metáfora me parecía interesante: el delicado ballet acariciando la recta dentadura color marfil de la música; pero yo, que desde bien temprano en mi desarrollo empecé a situar la forma sobre el fondo, no había absorbido ni un solo matiz de la forma de aquella imagen que creía tan familiar.

Decirle abiertamente que me había hecho casi aborrecer un objeto otrora tan querido me parecía una capitulación demasiado vulgar, así que cada vez que salía a colación, defendía el cuadro de los pies de bailarina a capa y espada. En una ocasión llegué a morderla en el hombro, incluso. Y lo peor era que lo único que ella había hecho era abrirme los ojos a una realidad que ya estaba allí. Que mi casi aborrecimiento llegaba muchos años tarde. Y no soporto la impuntualidad.

Sin embargo ahora, aunque sigo casi aborreciendo el metafóricamente interesante cuadro de los pies de bailarina sobre el melodioso blanco y negro, ahora tengo ganas de verlo. Y es que hoy, sin ruido, sus pies de bailarina se han posado sobre los míos y, silenciada por los calcetines, la música ha empezado a sonar en nuestras cabezas calladas, mientras torpemente danzábamos por la habitación muda en un estrecho abrazo. En esta ocasión he llegado a morderla en el hombro, incluso. De repente la metáfora me ha valido la pena pese a la impericia del pintor. Creo que ya sé por qué me fue siempre tan familiar. Al fin he descubierto a quién pertenecen los pies de bailarina y ya nunca podré olvidarlo.