lunes, 13 de diciembre de 2010

Música en día de diario

En el metro aquel buen hombre empezó a tocar su acordeón con la mirada entornada y con un aire extasiado impreso en el rostro. Con una sonrisa tan sincera, tan plena, que a los viajeros se les antojaba demasiado solícita, como agresiva. Más bien exhibicionista y hasta soez. Mientras, los ojos, que participaban concienzudamente en la sonrisa, vigilaban cada uno de las fachadas de lado a lado del vagón en busca de gestos de aprobación. Quizá fuera eso lo que violentaba a los viajeros. O quizá que el método para conseguir esos gestos era tan inquisitivo que el buen hombre se volcaba encima de los que leían y se arrimaba a las parejas que se apoyaban el uno en el otro y el otro en el uno. En una ocasión incluso introdujo la cara entre dos viajeros que conversaban de pie. Yo me quede mirándole impasible y orgulloso, como retándole a sostenerme la mirada o instándole a seguir con su buen talante frente a mí. En un momento me estaba observando. Disimulaba, pero yo lo noté. Era un buen actor y su camino apenas pareció perturbarse. Algunos hubieran podido decir que no existía nada premeditado en el trayecto por el que sus pies le dirigían e incluso muchos otros asegurarían que su vaivén, su insolente manera de otear el horizonta del vagón y su dubitativo itinerario eran más producido por un consumo bastante indiscriminado de alcohol que de su propia personalidad. Pero el no dejó de mirarme hasta que de un buen puñetazo en la cara, hice que sus morros encontraran el sonoro y ahora ensangrentado suelo.

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