miércoles, 21 de abril de 2010

Con nombre y apellidos

De entrada, no diré mi nombre. No quiero que el peculiar carácter del nombre que mis padres en mal día decidieron otorgarme les dé pie para un prejuicio que pueda ir en mi contra. Huelga decir que me habría gustado figurar en el registro con unos apellidos más vulgares, menos elocuentes, pero de nada vale desear una ascendencia diferente a la que en realidad se tiene. No tiene sentido, pues sin unos padres como los míos mis razonamientos serían también distintos y puede que estos dilemas no cupieran en mi mente.

En el momento de los hechos, mi nombre de pila y mi primer apellido rebotaban continuamente entre mis oídos, saliendo de su garganta flamígera. Creo que eso supuso el principal detonante. En primer lugar, como casi siempre, mi nombre de pila, absolutamente concluyente, tan definitivo que jamás tuve oportunidad de desafiarlo; el primero que me ató. Enseguida, el apellido de mi padre, el que también blandió mi abuelo en la Guerra de Vayan-ustedes-a-saber, la primera de todas las losas que pesaban sobre cada uno de los frutos de nuestro árbol genealógico y que ni mis hermanos, ni mis primos por línea paterna, ni yo mismo, hemos conseguido llenar en grado alguno. La segunda de las losas es el pérfido apellido de mi madre, pero ésa es otra historia.

Como decía, mi abuelo presumió a diestro y siniestro del apellido de su abuelo, que no era meritorio de por sí sino por los éxitos y virtudes del abuelo de aquél, es decir, mi retatarabuelo, o poco menos. Con tanta solera no es de extrañar que el paladar detecte tintes caducos y de antaño al articular la lengua mi primer apellido. Me impidió por completo durante toda mi existencia el adoptar el espíritu de un hombre moderno, como el que debiera ser en los tiempos que corren.

Ello se sumó a mi nombre. ¿Qué tenebroso embrujo llevó a mi madre a elegir para mí tal palabra y a mi padre a consentirlo? Muchas noches he gastado pensando cómo pudo acabar en una pobre criatura -como era yo al nacer, no ahora-, el nombre de un personaje histórico de unos valores tan marcados y con un pasado tan escasamente aclaratorio.

En numerosísimas ocasiones traté de ganarme un apelativo que pudiera definirme de otro modo. Amigos, parejas románticas, incluso adversarios y enemigos. De todos ellos trate de captar alguna forma de llamarme que cumpliera un solo requisito: no ser mi nombre. Pero todo fue en vano. Y entonces sus fauces clamando una y otra vez. ¿Qué podía hacer yo? No quería que siguiera pronunciando esas pocas sílabas que habían bastado para condenarme. Traté por todos los medios de hacer variar los sonidos que salían de su boca hasta que logré dar con el definitivo.

En realidad, si he de ser sincero, sí, lo afirmo: de haberme llamado de otro modo, jamás hubiera estrangulado su figura.

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