martes, 15 de diciembre de 2009

Al encuentro del mar

Los miro a ellos, a todos. Me siento como un niño delante de un terrario, viendo un número ingente de hormigas prácticamente iguales, que si se fijara con mayor detenimiento en cada una de ellas vería que se pueden distinguir, pero que no vale la pena, porque son suficientemente parecidas como para que ni ellas mismas traten de distinguirse. Quizá porque les da lo mismo. Este niño mira como estas hormigas no encuentran ninguna dificultad para unirse en parejas, no parece conllevarles ningún problema importante. Basta con una atracción física que con el tiempo desencadene una reacción sentimental y sirva para satisfacer mutuamente apetitos poco exigentes. Claro, que esto también lo vio Woody Allen en Annie Hall. Las hormigas solo precisan una chispa entre sus cuerpos de paja seca, que se encienden sin que tenga que mediar ninguna de esas pastillitas blancas para barbacoas, aunque sí, a veces, algo de alcohol. Arden hasta que, inevitablemente, sus cuerpos combustibles se consumen y con ellos poco a poco la relación. O al menos la llama. Con suerte, tras muchos años, quedarán cenizas medianamente calientes.

Sus relaciones también son como la piedra (ni siquiera canto) que cae ladera abajo. No precisa más que de un golpe o movimiento casual allá arriba para desprenderse y precipitarse hasta que encuentre un freno. Como mucho, empujará a otras piedras por el camino y alguien con ganas podrá seguir el ligero surco que haya dejado al rodar.

No me sirve, me parece muy poco. “¿Arder, rodar, te parece poco?”, diréis. Sí, aspiro a más. Aspiro a hundirme. A ser un río que no solo forma un surco a su paso, sino que se lleva consigo lo más preciado que pueda encontrar. Así espero que mi amor se nutra de materiales de todos los niveles y alturas de la montaña, desde la cumbre, donde la corriente es más fuerte, hasta el plácido pie, pasando por tu falda. Y todos los pedacitos de tus montañas que consiga quedarme y hacer míos los guardaré con celo en una fosa marina tan profunda como imposible de cubrir. La más profunda que conozco. Allí espero que permanezcan tus pedazos, allí donde un día habré de morir.

Pero antes me aseguraré de haber recorrido toda tu geografía en una caricia húmeda y algo brusca, como un escalofrío. Desde tu cuello a las suaves cumbres, y si encuentro caliza y me dejas, también por dentro de la falda, trataré de hacer galerías para llegar al centro, al corazón de la montaña. Pienso hacer tantas bóvedas como sea posible y llenar cada hueco y quizá lograr que toda la majestuosa montaña te estremezcas, evitando el peligro de derrumbe.

Y si por algo decides que mi prisión y tumba deben ser tus profundidades, heme aquí resignado. No conozco muerte más digna.

9 comentarios:

Loren dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Loren dijo...

¡Por fin, cabrón, por fin! Éste es el Nacho que me gusta, el que demuestra capacidad de sobra para hacer emocionantes textos de más de dos líneas.

Un fuerte abrazo.

Coni dijo...

De mis preferidos. Me encantó.

Pablo Álvarez dijo...

Macho, te has lucido. Yo diría que mi favorito.

Un abrazo

Jesús V.S. dijo...

Yo secundo los tres comentarios. =) Un fuerte abrazo amigo.

Anónimo dijo...

No comentare solo lo grandioso del texto, que es cierto.
Me quedo con la comparacion de las relaciones con un rio, o aquellas que arden y se consumen o aquellas que ruedan arrastrando todo a su paso.. Curiosas comparaciones..
El ultimo parrafo, el mejor. Como algo taaan fisico está sutilment definido.

Leteo dijo...

muchas gracias a todos. no sé si lo merezco.

en serio, anónimo/a, ¿no piensas desenmascararte?

Anita dijo...

Un texto increíble.

Coincido con Loren, yo también te echaba de menos!

Un beso!

Elenthir dijo...

Muy bueno, me ha encantado.