lunes, 31 de marzo de 2008

Las puertas del cielo [5º Fragmento]

-¿Dónde te vas a pegar el tiro? –me pareció una pregunta esencial, ¡qué cosas!-.
-¿Te refieres a qué parte del cuerpo?
-Sí.

Me miró agradecido:
-No estoy seguro. En la frente quedaría feo.
-Es cierto. En la boca también –informé-; te saldría toda la sangre por ahí.

Compartimos una mirada que se me antojó divertida, como cuando de niños tramábamos alguna ocurrente travesura.

-Además dejaría el techo perdido –añadió-.
-Quizá en el corazón sea lo más romántico –sugerí-.
-Si fuera por románticos… La mayoría de los que se suicidaron se dieron un tiro en la sien.
-Hablaba del significado popular.
-Lo sé –dijo con la misma tenue voz-. Bromeaba.
-Bonito momento –exclamé, y estalló en carcajadas-.

Fueron unas risas tan limpias y serenas, sin atisbo de nerviosismo, que me las contagió al instante.

Todavía tardamos un rato en parar.

-¿En el corazón dices? –tenía los ojos llenos de lágrimas. Algunas eran dulces-.
-Sí, eso dije.
-No tardaré mucho en morirme ¿no?
-Leí el otro día que uno murió al instante por un balazo en el corazón durante una pelea.
-Está bien.

Nos quedamos en un profundo silencio. Profundo como un pozo. Un pozo repleto de llanto. Un pozo.

¿Sabéis qué se me ocurrió en ese momento? Que quizá la vida no sea más que un profundo y musgoso pozo: Nacemos húmedos y nos ponemos a trepar. A veces caemos y nos empapamos con las lágrimas del fondo. Otras veces las gotas vienen de arriba. Además, ¿no dicen que al final podemos ver una luz al final de un largo túnel? ¿Acaso no será esta luz más que el exterior del pozo?

-No pienso pedirte que lo hagas tú. Dispararme digo.
-Te lo agradezco. Procura no hacerlo cerca de Clara, por favor.
-Eso no es Clara, pero de acuerdo.

Me pidió que saliera sin esperar ni un segundo más. Al cerrar la puerta tras de mí (no quise sostener la mirada a Marcos), escuché, como lejana letanía, un improvisado monólogo pero, por segunda vez en el día, las palabras rebotaban en mi mente como en una cama elástica los niños del Parque Internacional.

Era mediodía. Calló y cogí el teléfono.

Continuará... pero menos.

domingo, 30 de marzo de 2008

Un tiro limpio

“ Los tiros se reciben siempre entre la incredulidad del ‘no puede pasarme a mí’ y el desasosiego que asume el hecho. No sé si ves pasar fotogramas de tu vida en un segundo, pero a mí me vino a la cabeza lo que más me importaba en ese momento, todo el día de ayer, las palabras, tus gestos, nuestros momentos... y de nuevo un escalofrío recorrió mi piel y helado se instaló en mi pecho. Me oprimía con tanta fuerza que apenas me dejaba respirar. Corrí hacia el baño y de manera instintiva tragué innumerables bocanadas de agua bajo el chorro a presión del grifo abierto. Conseguí calmar la ansiedad lo suficiente como para suspirar profundamente después del último trago.
Estuve unos segundos absorto, recuperándome, y observando detenidamente las formas que tomaban los dibujos naturales del mármol del lavabo. Sinuosas y convulsas, arremolinadas entre sí, casi violentas, como el carrusel en el que hacía un segundo había montado, y ahora, desahogado, sólo escuchaba el monótono fluir del chorrillo que huía por el sumidero.
Cuando se detuvo la corriente, sólo quedó mi respiración entrecortada y un lento tintineo de gotas que se estrellaban sobre el mármol anteriormente claro y ahora salpicado de rojo. Encontré a mi nariz como el origen de ese hilillo de sangre y reaccioné muy calmado para mi sorpresa, sabiendo lo que había que hacer. Lo limpié con papel y agua y salí de allí. Volvía en mí.
No sé llorar pero somatizo en mis puntos débiles lo que hace afligirme, y mi nariz ya ha sufrido muchos golpes.
El tiempo que se había parado reanudó la marcha y con él, otra vez, el latir del corazón haciéndolo de manera inevitable y por la misma razón. No había cambiado nada la bala que entró con tanto dolor. Pasó cerca del corazón y salió sin dejar daños.
Había sido un tiro limpio. Un golpe encajado que permitió seguir luchando al boxeador y le recordó que no debía bajar la guardia...
No nací ayer. Hay que luchar por lo que se quiere.”


Éste es un texto de un amigo mío, Daniel Díez Cecilia, que en breve abrirá su propio blog, ¿verdad que sí?

viernes, 28 de marzo de 2008

Las puertas del cielo [4º Fragmento]

En unos minutos nos volvimos a encontrar en la casa. Habló muy brevemente con uno de los primos lejanos de Clara con unas anchas gafas de pasta negra e impoluto traje oscuro y la multitud se fue diluyendo, marchándose con cuentagotas. ¡Qué alivio cuando se secó el vestíbulo!

Me hizo señas para que le siguiera. Al entrar al cuarto con el funesto mobiliario, cerró la puerta, aunque no quedara nadie en casa, ni en toda la ciudad. Se sentó al lado del cuerpo sin mirarlo y me hizo otra seña para que me sentara. Yo estaba bien de pie. No dejé de estudiar su expresión, pero no veía nada, una vez más.

Se movió un poco en la cama, acercándose a la mesilla de noche, abrió el primer cajón y allí estaba, la puerta del cielo (o las llaves de San Pedro, como queráis), la escalera para llegar allí, los polvos de hada necesarios para entrar. Agarró el pequeño revólver. ¿De dónde habría sacado el silenciador? Ya leía su rostro, ya sabía lo que pensaba, antes de que me mirara para disipar cada duda.

-No es una solución -estas palabras debieron salir de mi boca, pero creo que no fue así-, pero sí que es una salida.

Sin dejar de mirarle busqué el sillón a tientas. Ya no estaba tan a gusto levantado. Me quité la chaqueta, golpeando un jarrón a punto de caer con el libro que solía llevar en el bolsillo izquierdo.

-El triángulo se ha roto –dijo-. Mi vértice ha muerto. Ya no soy necesario. No soy útil. Sé que te parecerá absurdo, pero no entiendo mi vida sin ella.

No me pareció nada absurdo. Creí que tenía toda la razón del mundo, en ese momento. Ahora sí, había mirado fijamente a los ojos a mi incertidumbre y la había disparado entre cada uno de ellos con la breve pistola.

Continuará...

martes, 25 de marzo de 2008

Las puertas del cielo [3er Fragmento]

A pesar de los innumerables meses que llevaba postrada en la cama y de las continuas y macabras sentencias del tal doctor (o matasanos, como nosotros solíamos llamarle), no creíamos que fuera a llegar este momento. Nos habíamos acostumbrado de tal modo al trío que formábamos, aún cuando Clara apenas podía levantarse, que casi nos reíamos de las absurdas palabras del médico.

Mi madre era particularmente reacia a nuestra relación y siempre me repetía: “¿Qué pintas tú de continuo andando d’arriba p’abajo con una parejita?” Ella no entendía. Y yo al principio simplemente la ignoraba cuando me insistía con tales preguntas. Al final directamente dejé de ir a verla.

No tardo Jack en venir, y mientras me consolaba a mí, veía como Marcos se serenaba sin haberse acercado siquiera el vaso a los labios, a pesar de que yo seguía sumido en un profundo pesar, como si solo inhalando el aroma del dulce néctar o admirando sus reflejos dorados éste hubiera paliado todos sus males. Completamente tranquilo me dijo que quería ir a casa. “Tengo algo que enseñarte”. Le miré entre sorprendido, asustado y suplicante, y a pesar de todo no pude decir más que un apagado “vale”.

No estoy seguro de qué número aparecía en el billete que reposaba sobre la mesa cuando nos marchamos y, aunque no lo creáis (ni yo mismo), me pregunto continuamente dónde estarán las malditas vueltas, pero entonces no me importó en absoluto. Al fresco ambiente gobernante en el bar lo siguió el asfixiante calor de fuera, por lo que yo, si es posible, sentí derrumbarme aún más. Busqué la mirada de Marcos pretendiendo encontrar de nuevo aquella conexión solo propia de gemelos, pero quede desconcertado: había desaparecido.

Ya no había bamboleo en los andares de Marcos, habían desaparecido las grietas de su castillo. Solo quedaba determinación y algo parecido a la serenidad, o incluso a la felicidad. No salía de mi asombro, ni tampoco del suyo.

Continuará...

domingo, 23 de marzo de 2008

Las puertas del cielo [2º Fragmento]

Subí al autobús de color rojo (el preferido de Clara) y piqué el billete como un autómata, por mera costumbre. Me puse al lado de la ventana pero no miré nada. Bueno, mirar sí miraba, pero no veía nada: mi campo visual no salía de mí mismo. Llegué rápido a la casa y entré sin llamar. En el recibidor charlaban con aire apesadumbrado algunas personas que supuse familiares lejanos. Tal vez vecinos. Noté que no estaban verdaderamente tristes, solo algo apagados. Saludé apenas y crucé el pasillo hacia el cuarto principal. El único cuarto en realidad. Me encontré con un objeto extraño encima de la cama. Parecía Clara, pero evidentemente no era ella. Ni siquiera se parecía, si lo pienso bien, le faltaba “Claridad”, quiero decir, aquello que hacía que Clara fuera Clara. Era un extraño muñeco de curvas femeninas y, aunque ausentes de vida, atractivas, como las de Clara. En la brillante y pálida porcelana se podía ver los rasgos faciales tan parecidos a los de Clara. Y a pesar de estas coincidencias, la imagen era mucho más delicada que Clara, mucho más voluble, efímera. El apéndice que simulaba el brazo izquierdo acababa en el enorme bulto lloroso en el que se había convertido Marcos. Levantó despacio éste la cabeza para mirarme desvalido. No intentó forzar una sonrisa. Sabía que yo no la necesitaba, además no la habría apreciado. Yo tampoco probé a infundirle tranquilidad, me limité a mirarle con gravedad y escasa seguridad. Le sugerí un café. No se trataba de evadirnos exactamente. Era más bien centrarnos en el tema dominante lejos de esa atmósfera sobrecargada de realidad, tanta realidad a veces resulta insoportablemente irreal.

Caminamos en silencio por la calle. No sabría decir si estaba abarrotada o desierta, porque nosotros no veíamos a nadie más, tan únicos en el mundo nos sentíamos. Solos en el universo. Como si Clara fuera la primera persona que muriera en siglos y la gente se encontrara de luto en sus casas.

El enorme cuerpo de Marcos se tambaleaba arrítmicamente, pero no creo que un desconocido se pudiera dar cuenta de su dolor. Tuve la sensación de que Marcos era un inexpugnable y majestuoso bastión, de donde ningún testigo podía salir a divulgar los secretos del barón, conde o Marqués. Sin embargo yo, su aliado, sí conocía su pesar y, de una manera sobrenatural, lo compartía.

Llegamos al pequeño y oscuro antro que frecuentábamos y nos sentamos en el más impenetrable rincón que pudimos encontrar. No estoy seguro de cómo nos las apañamos, pero no pareció haberse perturbado el sonoro silencio tras despachar al joven camarero mandándole a buscar whiskey. Quizá precisáramos litros del que había sido uno de nuestros más fieles acompañantes, el señor Jack Daniels (Tennessee Bourbon). No rehuíamos la mirada del otro pero tampoco la acabábamos de encontrar.


Continuará...

domingo, 2 de marzo de 2008

Las puertas del cielo [1er Fragmento]

Corría como un guepardo. Ya había perdido de vista a mis competidores. No quedaba ni uno delante de mí. Apenas llegaba a la cinta que significaba el punto final de la carrera, uno de los comisarios de pista cogió su silbato y lo pitó. Pero curiosamente no fue un silbido lo que salió de dentro. Fue como un ruido de campanas. Un timbre. Un timbre de teléfono. Desperté sobresaltado y corrí al salón casi por inercia. Era Marcos.

Mientras me disponía a ducharme bañado en una mezcla de sudores fríos y cálidos, escuchaba cómo las palabras de Marcos rebotaban, chocaban, saltaban y corrían precipitadamente. Todo esto dentro de mi cabeza. Quizá trataran de encontrar un sitio donde asentarse y tomar un lugar ordenado para reposar. O quizá estuvieran siendo empujadas, expulsadas. A lo mejor algo quería que salieran, que no hubieran entrado nunca en la húmeda caverna.

Las gotas de agua que chocaban contra mis hombros se empeñaban en canturrear y repetir la frase con la que cruelmente me saludó Marcos. Parecía que le hubiera explotado dentro de la boca. Que los pensamientos se hubieran peleado atropelladamente y que el más rápido o el más violento hubiera sido ese (como pasa con los espermatozoides, se me ocurrió pensar). No me cabe duda de que era el más violento que le cabía en su canosa cabeza. Creo que había pensado cuidadosamente bien cómo decirlo. Pero cuando le llegó el momento de actuar de emisario los hizo automáticamente. Como deseando que le cortara la lengua cuanto antes.

El cristalino líquido era increíblemente mordaz. “Clara ha muerto”. “Clara ha muerto”. “Clara…”. Cada gota se regocijaba en mi desconcierto. Mientras me arreglaba en mi cuarto, el locutor, con voz cansina, no paraba de hablar de Clara y de la muerte. Parecía que los hados se hubieran confabulado para atormentarme con aquel terrible día. Al salir por la puerta y sacar las llaves el Sol me quemaba en la nuca. La mañana estaba anormalmente Clara.

Continuará...

Inspirado en el cuento de Julio Cortázar del mismo nombre. (¡Che, viejo, qué bueno que escribiste!)