La impresión que deja Roma es la de ser una ciudad majestuosa, que se ha enredado con los bordes del vestido al bajar una larga escalinata de piedra desgastada y ha caído de bruces en medio de los que, desde abajo, la adoraban. Tras el descalabro casi se ha visto obligada a complacer a aquéllos, y no se ha atrevido a no convertirse en una parodia de sí misma. Le ha faltado dignidad y orgullo. Ha leído la prensa y la literatura extranjera a las que no les importaba ser injustos y se ha creído todos los tópicos, y los ha asumido, se ha hundido y ya no sabe cómo volver a la cumbre. Al Imperio. Se la ve falta de andares, de gestos y sonrisas brillantes, de una carcajada oportuna e inteligente y de unos ojos que la volvieran a hacer sentir atractiva, que despertaran su altivez y su grandiosidad. Que sacaran su lado presumido. Hasta que entre las Cuatro Fuentes con un vestido rosa pálido, tacones con sandalias plateadas, casi romanas, y destellos dorados apareciste tú. Y allí, el cambio de rasante.
1 comentario:
Ese cambio de rasante del que no hablas es lo que más me interesa.
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