jueves, 31 de diciembre de 2009

De mirar una centella

Un poso siempre retengo de ti en mi pensamiento. Del mismo modo que el que mira de lleno el Sol durante un breve instante lo conserva en su retina, aun viéndolo todo a su alrededor. Así yo, que apenas disfruté de tu fresco panorama, del brillo de tu estrella, de tu centella, un momento paupérrimo en duración y opulento en intensidad y sabores, te escucho entre cada una de mis neuronas, junto al parietal y en el frontal, y en el puro núcleo del cerebro te tengo cada segundo. Y cada fotograma que veo, cada frase que leo y cada nota que escucho adquiere mucha más coherencia, claridad y sentido a través de esta mancha impresa en mi retina.

C'est fini. Feliz año.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Felipe IV es accesorio

Inevitable e invariablemente siento la necesidad de contar algo aun cuando creo no tener nada que contar.

Quizá sea que, por difícil que os parezca, todavía callo algo. Así que me obligo a divagar sin dirección para despistar esa conciencia. Como el que tiene hambre y salta a caminar o el que necesita ir al baño y salta a caminar.

De hecho, básicamente es lo que yo hago. Pongo una palabra delante de otra con cuidado de pisar sobre seguro, pero sin importarme el destino al que pueda llegar. Y todo para no arriesgarme a transcribir nada que haya quedado por masticar. Porque sé que si descubro algo, un sucio punto débil, tras haber pulsado este botoncito naranja que reza un blasfemo "publicar entrada", aun conociendo la posibilidad de borrar el resultado, me sentiré vulnerable por mucho tiempo.

Igual que hay que tener cuidado con encontrarse retratado por otro, puede que muchos Velázquez no se pinten en sus Meninas a propósito.

martes, 15 de diciembre de 2009

Al encuentro del mar

Los miro a ellos, a todos. Me siento como un niño delante de un terrario, viendo un número ingente de hormigas prácticamente iguales, que si se fijara con mayor detenimiento en cada una de ellas vería que se pueden distinguir, pero que no vale la pena, porque son suficientemente parecidas como para que ni ellas mismas traten de distinguirse. Quizá porque les da lo mismo. Este niño mira como estas hormigas no encuentran ninguna dificultad para unirse en parejas, no parece conllevarles ningún problema importante. Basta con una atracción física que con el tiempo desencadene una reacción sentimental y sirva para satisfacer mutuamente apetitos poco exigentes. Claro, que esto también lo vio Woody Allen en Annie Hall. Las hormigas solo precisan una chispa entre sus cuerpos de paja seca, que se encienden sin que tenga que mediar ninguna de esas pastillitas blancas para barbacoas, aunque sí, a veces, algo de alcohol. Arden hasta que, inevitablemente, sus cuerpos combustibles se consumen y con ellos poco a poco la relación. O al menos la llama. Con suerte, tras muchos años, quedarán cenizas medianamente calientes.

Sus relaciones también son como la piedra (ni siquiera canto) que cae ladera abajo. No precisa más que de un golpe o movimiento casual allá arriba para desprenderse y precipitarse hasta que encuentre un freno. Como mucho, empujará a otras piedras por el camino y alguien con ganas podrá seguir el ligero surco que haya dejado al rodar.

No me sirve, me parece muy poco. “¿Arder, rodar, te parece poco?”, diréis. Sí, aspiro a más. Aspiro a hundirme. A ser un río que no solo forma un surco a su paso, sino que se lleva consigo lo más preciado que pueda encontrar. Así espero que mi amor se nutra de materiales de todos los niveles y alturas de la montaña, desde la cumbre, donde la corriente es más fuerte, hasta el plácido pie, pasando por tu falda. Y todos los pedacitos de tus montañas que consiga quedarme y hacer míos los guardaré con celo en una fosa marina tan profunda como imposible de cubrir. La más profunda que conozco. Allí espero que permanezcan tus pedazos, allí donde un día habré de morir.

Pero antes me aseguraré de haber recorrido toda tu geografía en una caricia húmeda y algo brusca, como un escalofrío. Desde tu cuello a las suaves cumbres, y si encuentro caliza y me dejas, también por dentro de la falda, trataré de hacer galerías para llegar al centro, al corazón de la montaña. Pienso hacer tantas bóvedas como sea posible y llenar cada hueco y quizá lograr que toda la majestuosa montaña te estremezcas, evitando el peligro de derrumbe.

Y si por algo decides que mi prisión y tumba deben ser tus profundidades, heme aquí resignado. No conozco muerte más digna.

martes, 8 de diciembre de 2009

Diciembre

Verdean las cabezas y clarean los campos cuando llega el invierno, tardío en este caso, pero inexorable como cada año. Pintas de escarcha decoran los bolígrafos aunque sus puntas parezcan ir calentándose y alguna gota cae, a ratos, en el papel de lija, a veces, papel de virginal blanco que algunos nos dedicamos a violar brutalmente, a menudo.