miércoles, 28 de enero de 2009

En mi libreta

En mi libreta escribiste la composición de mi alma, con la tinta que mana de exprimir los besos y, antes de arrancar las hojas, las secaste con el aire que cabe entre nosotros.

En mi libreta escribí felices palabras de amor triste, quemando las horas que me prometiste y luego escondías en el cajón de las cartas sin sello, pasadas de fecha.

En mi libreta escribes, parece, relatos sin sueño y cuentos pequeños que no hablan de mí ni se me acercan a contarme al oído dónde te fuiste y por qué no volvías.

En mi libreta trato de leer las frases que te llevaste; las que yo puse y tú pedías y las que tú escribías y yo pierdo.

En mi libreta ya no quedan hojas; las frases que te llevaste; pero sigo escribiendo.

[A partir de LA LIBRETA de Loren y en pretendido homenaje a él.]

viernes, 16 de enero de 2009

Imaginación desbordante

Mientras leía, vi entrar, en la parada de República Argentina, a una mujer rubia. El cómic se iba acabando y, habiéndome dejado mi precioso iPod en casa, echaba mano de la mochila, buscando a tientas el libro que llevaba. Así podría sustituirlo por el cómic en cuanto los basanos se declararan contra Lucifer, tras lo cual seguía una página en negro y otra en blanco.

Tenía los ojos muy azules con un aire sensual, entreabiertos, protegidos por los cristales rectangulares y finos de unas gafas de montura al aire. Igual de entreabiertos llevaba los labios gruesos, que parecían fruncidos en una medio mueca que, seguro, despertaba pensamientos lujuriosos en la mayoría de hombres, sentados o de pie, del vagón.

Ignatius Reilly se estaba tomando un repulsivo baño mientras su madre se desahogaba telefónicamente con Santa, la tía del patrullero Mancuso: el obeso ahora trabajaba de vendedor ambulante de bocadillos de salchicha. Acabaría matando a su madre de un disgusto.

Unas botas oscuras aterciopeladas se camuflaban sobre los pantalones, que podían ser vaqueros, de un color muy parecido, con una chaqueta de pocos botones a juego. Le separaba de la piel clara una camisa blanca a rayas azules o azul a rayas blancas, verticales. También estaba algo entreabierta. Poco, pero suficiente. Y mas pensamientos lujuriosos, y más ojeadas lascivas.

Myrna Minkoff había escrito una carta en el reverso de un cartel que ahora se empapaba entre los rechonchos dedos. Acusaba al gordo de reprimirse e impedirse un desarrollo mental-sexual saludable. La carta carecía por completo de teología y geometría.

El pelo, ondulado, lo llevaba suelto, enmarcando el espectáculo que era su rostro, gobernado por esos ojos.

Mi abierta imaginación trataba de convencerme de que se fijaban en mí.

Salí en Ciudad Universitaria y ella permaneció sentada con los folios en la mano, pese a mi fantasía, empeñada en que me seguía con la mirada.

Camino de la calle, por las escaleras mecánicas ascendentes, sorprendí, en las de sentido opuesto, a otra chica mirándome a los ojos. Quizá.

sábado, 10 de enero de 2009

Aquella carta

Cerca de la medianoche encontró aquella carta. Estaba entre varios papeles dentro de un cajón.

La conservó ahí probablemente porque era una de esas cosas que uno no se atreve a tirar o abandonar, pero que tampoco desearía ver cada día sobre el escritorio: leer incansablemente aquella carta una y otra vez hubiera sido, quizá, demasiado anormal, incluso para una personalidad plagada de sinsentidos, o más aún para una personalidad de sinsentidos plagada.

Sin embargo, de vez en cuando había abierto el cajón y había entrevisto aquella carta, sin siquiera tocarla, apartando de su mente la idea de abrirla, a lo mejor.

“Jueves, 24 de abril”. Parecía un día lejano, aunque no lo era tanto. Pese a la fecha, sí que era de un tiempo muy lejano, como de miles de kilómetros. “…tenía un rato libre, uno de esos en los que no sabes qué hacer (seguramente porque hay demasiadas cosas que hacer”; justo como este momento, pensó bostezando pero sin separar la vista de las letras manuscritas. Sonrió un par de veces con los generosísimos elogios que le iban dirigidos y volvió a leerlos imaginando los labios de ella recitándolos; se sonrojó y pasó al renglón siguiente: “aunque ninguno de ellos vaya dedicado a mí sabré que, al menos, algo he tenido que ver”, ¿sólo algo?, le parecía poco decir.

Luego, su poesía, sin rimas, innecesarias. Declaración de intenciones para la vida que le impulsaron a aplaudir, refrenándose para suerte de su familia, escaleras arriba.

“Ahora espero tu respuesta… no tardes tanto como yo”.

Recién pasada la medianoche volvió a guardar aquella carta que nunca fue contestada; hasta ahora: al fin escribió la historia.

jueves, 8 de enero de 2009

En tierras de Su Majestad

La Reina de Corazones regentaba un burdel con su nombre en el número 52 de la calle Barajas. Estaba sucio y destartalado pero tenía muy buena fama entre el sector con peor fama del cuerpo.

Cuentan de ella las malas lenguas que, en sus mejores tiempos, tuvo una lengua prodigiosa. Monaguillo antes de fraile, se entiende. Pero, al parecer, ya la había retirado del mercado cuando fue a visitarla.

Llovía. Parecía que había llovido cada puto día desde el asesinato. Un extrañamente discreto neón coronaba la entrada con el nombre del burdel “Rena de Cazones”. Algunas letras estaban fundidas y alguna otra parpadeaba. Las oes tenían la forma de la idealizada imagen del sanguinolento órgano y la última letra de la primera palabra portaba un cetro y lucía una estereotipada corona. Unos años atrás la puerta había sido de color rojo oscuro, pero de aquel color antiguo solo quedaban algunos indicios en forma de manchas desconchadas e irregulares. Alrededor de ellos, madera ennegrecida y estropeada cuya especie no sabría precisar. Una vez cruzado el umbral con los hombros encogidos y el cuello de la gabardina chorreante subido, el llamativo contraste entre la suntuosidad y lujo de cortinas y tapizados frente al olor rancio , como los cacahuetes de los aviones, y kilos y kilos de polvo acumulado, de tal modo que no era fácil adivinar si la atmósfera blanquecina se debía al humo de cigarrillos y puros o a que los gordos clientes del local dieran pequeños saltitos en sus asientos cada vez que pasaba de largo una de las chicas, sin saber por cuál decantarse.

[Fragmento de novela aun por escribir].