domingo, 16 de diciembre de 2007

viernes, 14 de diciembre de 2007

Pro malis hominibus.

No le faltaba razón al loco de Weimar al despreciar al pueblo. La diferencia entre él y yo, que por desgracia aún conservo cierta cordura, es que le asqueaba todo lo que oliera a plebe, incluso sus más ilustres y nobles descendientes individuales.
Los individuos que se dejan absorber por el grupo acaban aplaudiendo o abucheando sin saber porqué. Convencionalmente, adoptan posturas absurdas y repulsivas, que el pensador, en cuanto individuo, rechaza de plano.
Por suerte o por desgracia, el Homo homini lupus hobbesiano, para lamento de Rousseau, se cumple. Y digo por desgracia porque asímismo también predijo que el Estado serviría para domesticar al lobo. No me malentendáis, no defiendo la misantropía ni la destrucción mutua, lo que ocurre es que estos lobos domesticados se convierten en homines homini homines, si me permitís la expresión, mucho más temibles y de espíritu más rastrero. Solo hay que ver cómo el Lobo se permite la noche, valiente, dispuesto a encontrarse con otros de su especie o cualquier otra; mientras que el Hombre esconde la cabeza hasta que vuelve la luz, y si sale, lo hace con temor y con un puñal escondido bajo la capa.
Si queréis conocer la verdad no preguntéis al carro de Apolo, que se deslumbra a sí mismo, sino a Selene, que se limita a observar, y todo queda en su piel grabado igual que la luminosidad del Astro.
Sí, afirmo que es el pueblo como ente el culpable de las injusticias para con los audaces lobos, que no se temen a sí mismos, ¿acaso hay algo más peligroso?
Los animales integrados en la plebe, da igual si queréis llamarlos ovejas que perros de caza o falderos, tiemblan cuando lo valiente se expresa, cuando algún Lobo trata de mostrarles la verdad: no hay verdad que valga, solo existe el mundo y lo que queramos hacer de él y con él.
Al igual que los ganaderos, los hombres dogmáticos, ya sean de la Iglesia, de la Meca, la Sinagoga o el Estado, a los que los hermanos de Rómulo y Remo llamamos pastores, se guardan bien de que su rebaño no salga del recinto vallado. Les da miedo que vean que lo real es la irrealidad, que solo existe lo que aún no es creado, y lo que existía, inmediatamente ha fenecido. De ahí los infantiles cuentos Ad lupis, y por eso enseñaron a balar a sus corderos.
En el presente, nos encontramos con que aparecen ovejas disfrazadas de lobo, que no hacen más que desprestigiar la imagen de la nobleza, no de sangre sino de espíritu, y como parte del rebaño que son, no pueden más que esconderse en el grupo. Quizá sean las ovejas negras.

Cuando los hube rebasado, una voz, no sabría decir si de la chica o su acompañante, llamó a los demás. Ambas posibilidades me produjeron una inquietud indecible.

El Grito. Óleo, temple y pastel sobre carton, por Edward Munch (1893).

miércoles, 12 de diciembre de 2007

martes, 11 de diciembre de 2007



Ves la nieve blanca y te emocionas. Sabes que yo envío los brillantes copos. Este momento no podía ser corriente. Ambos lo sabemos. Por eso los envío. Nada puede ser igual que antes. No ahora que he muerto.

La Rectoría Jardín en Nuenen en la nieve. Óleo sobre lienzo, por Vincent van Gogh.

En Sevilla.

Era una tarde fresca en Sevilla, impropia del agosto que corría. Colocó el fular al reflejo del escaparate de la librería y marchó con paso firme y bamboleante, como de costumbre, templando la temperatura a su paso y acabando de caldear el ambiente con su dulce fragancia.
La calle Sierpes rebosaba multitudes. La plaza de San Francisco estaba repleta. La zona centro irradiaba un confortable calor humano animado por el agradable clima. Los tenderetes ambulantes apenas dejaban un claro de asfalto o enlosado y Ana coqueteaba con todas las baratijas.


Hace años que se fue. Hace años que me dejó. Hace años que estoy solo.
Apenas sabría describir su rostro. No estoy seguro de recordar el color de su pelo, el color de sus ojos. Hace años que estoy solo.
No conozco ya su voz. No resuena en mi mente ninguna palabra de su agridulce boca. Hace años que estoy solo.
Nada me queda de ella. Solo la pulsera rosa que compró una tarde de verano.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Las cosas claras y el chocolate con avellanas.

El otro día, saliendo del metro, camino de la facultad, se me abalanzó un personaje de unos treinta que iba vestido como si acabara de salir de catequesis. Y todo para darme un papelucho, un panfleto político.
Había sido seleccionado, tras una ardua labor de investigación, para recibir una invitación a un mitin político emocionantísimo y todo eso... vamos, el rollo de siempre... Pero una cosa me sorprendió gratamente: Me encanta que me den algo y sepa en seguida, sin ningún resquicio de duda, que no me interesa en absoluto, porque saber qué me interesa es más complicado. Y todo por poner bien claro, desde el principio, con mayúsculas y como título en qué demonios consiste el programa.
El grupo en cuestión se llama, sin más ni más, Unión Progreso y Democracia (UPyD). ¡Qué alegría! Veamos: La unión (desde el punto de vista político) no me importa y me parece falsa. Primer punto que me aburre. No me creo el progreso y no creo que ni siquiera sea útil lo que nos pretenden vender con ese nombre; además los "progres" son unos moñas. Segundo punto. Y por último, democracia... en fin, sin comentarios... Ya sabéis qué opino de esta democracia nuestra y de por qué narices no cerrarán la boca de una vez a los políticos que no dicen más que chorradas... si al menos conocieran a Bakunin... Pues eso, pleno.
Mira qué fácil es hacer feliz a los ciudadanos honrados... o a nosotros incluso.

El loco.

Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900)

¿No oísteis hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritando sin cesar: ¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!? Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron risa. ¿Se te ha extraviado? -decía uno. ¿Se ha escondido?, ¿tiene miedo de nosotros?, ¿se ha embarcado?, ¿ha emigrado? Y a estas preguntas acompañaban risas en el coro. El loco se encaró con ellos, y clavándoles la mirada, exclamó: "¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la Tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía una arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía? ¿No oís el rumor de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos aún nada de la descomposición divina?... Los dioses también se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros le dimos muerte! ¡Cómo consolarnos, nosotros, asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esa mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? ¿Qué expiaciones, qué ceremonias sagradas tendremos que inventar? La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros? ¿Tendremos que convertirnos en dioses o al menos parecer dignos de los dioses? Jamás hubo acción más grandiosa, y los que nazcan después de nosotros pertenecerán, a causa de ella, a una historia más elevada que lo fue nunca historia alguna." Al llegar a éste punto, calló el loco y volvió a mirar a sus oyentes; también ellos callaron, mirándole con asombro. Luego tiró al suelo la linterna, de modo que se apagó y se hizo pedazos. "Vine demasiado pronto -dijo él entonces-; mi tiempo no es aún llegado. Ese acontecimiento inmenso está todavía en camino, viene andando; mas aún no ha llegado a los oídos de los hombres. Han menester tiempo; lo han menester los actos, hasta después de realizados, para ser vistos y entendidos. Ese acto está todavía más lejos de los hombres que la estrella más lejana. ¡Y sin embargo, ellos lo han ejecutado!" Se añade que el loco penetró el mismo día en muchas iglesias y entonó su Requiem aeternam Deo. Expulsado y preguntado por qué lo hacía, contestaba siempre lo mismo: "¿De qué sirven estas iglesias, si son los sepulcros y los monumentos de Dios?"
Aforismo 125 de La Gaya Ciencia (1882)

martes, 4 de diciembre de 2007

lunes, 3 de diciembre de 2007

La Casa

Tras horas de entumecimiento de piernas y vistas de cómo la Tierra giraba llevándose mar, días de playa, de sol, fiesta y diversión, con las copas de la última madrugada todavía bailándole en el en el estómago, entró a media mañana en La Casa. Se encontró en una estancia en la que todo tenía un olor rancio y anticuado, donde, a pesar del tremendo tumulto de todos los clientes que habían entrado en aquel bar de carretera, se intuía cierto silencio, silencio de años, lustros y décadas. Su mirada recorrió cada rincón del variopinto museo de monstruosidades que se desplegaba ante su presencia y no salía de su asombro. Tal era éste que apenas si encontraba un ligero sentimiento de desprecio, asco y repugnancia que hubieran seguido a las visiones que entonces presenciaba en cualquier otra circunstancia. Recorrió con los ojos estanterías donde alternaban alegremente conservas, botes de menestra, aceite de oliva y hasta jamón ibérico con innumerables insignias. Esta alternancia no solo era libre, es decir sin separación entre unos y otras, sino que estos límites estaban hasta tal punto difuminados que le extrañaba que esos símbolos [aquellos que en cualquier circunstancia, excepto aquella, repudiaba] no estuvieran impresos en cada judía, verdura, o gota de aceite en lugar de contentarse con adornar los continentes. Banderas eran convertidas en exclusivas de aquel ambiente que le resultaba amargo y nauseabundo, el mismo en el que, sin embargo, consumía con enorme gusto un bocadillo del mejor jamón del país, aún sabiéndole igualmente, de alguna manera, a pasado, a haber vuelto verdaderamente a otra época muy distinta de la que en aquel momento acontecía; o acaso ya no existía esa “actualidad”; acaso el tiempo se hallaba capturado en alguna de esas botellas grasientas, las cuales no se atrevería a abrir si fuera necesario. Grandiosas aves coronadas de color oscuro gobernaban una ingente cantidad de souvenires, que apenas se encontraban separados de cualquier otro recuerdo que se hubiera podido encontrar en cualquier otra estantería, de cualquier otro antro de camino pero sin el dichoso bicharraco alado.
Daba la sensación de haberse vuelto dicromático todo el universo. Solo dos colores se distinguían en insignias, pines llaveros, polos e incluso servilletas; y la infancia era allí jovialmente dogmatizada por unos parientes que, más que educarles, venían a domesticarles convirtiendo sus inocentes muñecas en pancartas, banderas o estandartes de una cultura (contracultura quizá) ya muerta años ha.
El único lugar en todo el edificio donde podía escapar de aquel vomitivo olor y ambiente en particular eran curiosamente los servicios, donde se encontraba con otro hedor igual de repugnante pero, quizá por su familiaridad, más soportable. Observó con igual atención la estancia en la que se encontraba que la que había dedicado al resto del local, asombrándose del peculiar contraste que suponía: los azulejos eran igual de mugrientos y cutres que los de cualquier otro restaurante para viajeros, tanto los de paredes como los del suelo, y la madera que componía las puertas de los cubículos se pudría de la misma manera que las puertas de todos los lavabos de todas las gasolineras de mejor o peor muerte desperdigadas por aquella carretera. Ni siquiera se libraban de la erosión provocada por bolígrafos y rotuladores clandestinos en sus caras interiores. La única diferencia era lo que estas inscripciones suponían: declaraciones paupérrimas en valentía, valor, estética y utilidad; voces acalladas por el miedo al regreso de un terrible pasado. Criticaban con timidez lo que ocurría una puerta más allá. Puerta que tarde o temprano deberían cruzar, y en cuyo umbral (puede que pendiese sobre éste la espada damoclesiana) apenas se detendrían a pesar de abandonar el único bastión posible en el lugar para sus ideales. Llegado este punto no pudo reprimir una última náusea y se abalanzó sobre el retrete.

Loeches

Después de tanto tiempo tu sonrisa sigue siendo lo mismo. Ha cambiado, es cierto, pero sigue siendo tu sonrisa, sigue siendo bonita y divertida y sigue significando algo para mí. ¡Curioso!
La última vez que estuvimos juntos como el otro día, probablemente, acabáramos embriagados de Nenuco, tapando caras o bebiendo zumo en esos vasos parisinos. Y aunque conseguí dejar la colonia, perdí el juego de mesa y acabé rompiendo mi vaso, siempre encontraba algo que me recordaba a ti.
Nos aferramos ahora al hilo de la infancia. Hemos cambiado pero, después de tanto tiempo, no dejamos de reconocernos cada gesto, excepto aquella noche...
Dices que sigo igual y tú estás preciosa.
Ahora quiero ponerme al día, poco a poco o mucho a mucho, y no quiero volver a perder una de las cosas más hermosas que me quedan de mi niñez, no quiero volver a olvidarme de ti. En el reencuentro me pareció que jamás hubiéramos dejado de estar en contacto, como si, ya de adultos habláramos como niños. Y aun así me cuesta expresarme de esta manera, ¡qué fácil era antes!
Anoche soñé contigo. Volvíamos a estar en tu patio, pero no teniamos cinco y siete años (¡Qué graciosa estabas con ese peto!), sino dieciocho y veinte, como ahora. No recuerdo qué hacíamos pero, sencillamente, disfrutábamos de nuestra pasada y semiolvidada infancia.
¡Cuánto me alegro de seguir pareciendo un niño para que tú sí me reconocieras aquella noche!
¡Después de tanto tiempo!

domingo, 2 de diciembre de 2007

Tripod - Ghost Ship

Y mi vida siguió remando. Sin tus velas.

Tempestad de nieve en el mar. Óleo sobre lienzo, por Joseph Mallord William Turner